El próximo domingo no será la primera vez que los 49ers jueguen una superbowl en Miami. Las dos veces anteriores, salieron victoriosos. Sin embargo, la edición XXIII, disputada el 22 de Enero de 1989, pudo haber tenido un final muy diferente. Aquel día, los Bengals no pudieron contar con el halfback Stanley Wilson, una baja producida la noche anterior. Años después, el desaparecido entrenador bengalí Sam Wyche reconoció que su ausencia fue determinante. Esta es la triste historia.
Una temporada 1988 triunfal
Los seguidores más noveles de la NFL probablemente reconocerán a los Bengals como uno de los peores equipos de la competición. Este año no les faltará la razón, pero no siempre fue así. En la campaña 1988-89, los atigrados dominaron la NFL. Su plantilla estaba plagada de estrellas. El QB Boomer Esiason fue nombrado MVP. El comentarista de la NBC Cris Collinsworth todavía jugaba como WR, así como el LT “hall of famer” Anthony Muñoz. El fullback rookie Ickey Woods no sólo tomó la liga al asalto sino que revolucionó para siempre las celebraciones de touchdown con su bailecito. Hasta 9 jugadores de aquel roster de ensueño fueron a la ProBowl. Todos ellos dirigidos por un entrenador tan innovador como Wyche, precursor de la ofensiva “no-huddle” y la defensa “zone-blitz”.
Los Bengals eran una máquina ofensiva. Líderes de la liga en puntos y yardas totales. Pero su poderío se basaba en el juego terrestre. Eran otros tiempos. Entonces el fullback era fundamental. Cincinnati no sólo tenía uno, sino dos. Para abrir paso al runningback James Brooks, al citado Woods le acompañaba Stanley Wilson.
Wilson era el tercer corredor del equipo, pero fundamental en el gameplan de Wyche por su habilidad, capacidad de bloqueo y buenas manos. Era un artista del play-action. Mientras Brooks y Woods eran dos tailbacks poderosos, la virtud de Wilson era bajar su centro de gravedad y cortar en la dirección contraria, dejando sentados a los defensores. Su final de temporada estaba resultando grandioso: en el wildcard contra los Seahawks (entonces en la AFC) anotó 2 touchdowns y corrió 47 yardas.
¿Quién era Stanley Wilson?
Wilson, un Oklahoma Sooner, fue escogido en 9ª ronda del draft (sí, entonces había más rondas que ahora). Eran los 80’s, con todo lo bueno y lo malo de aquellos años. Entre lo último, una de sus peores lacras: la cocaína. Provenir de una buena familia de clase media de Los Angeles no le salvó de que la maldita droga se cruzase en su camino.
Su primer positivo lo dio en la campaña 1985, siendo suspendido para todo el año. Dos años después, se repitió la fatalidad, perdiéndose también aquella temporada. Retirado en California, el entrenador de corredores de Bengals, Jim Anderson, que le quería como a un hijo, fue a visitarle y, tras comprobar que estaba recuperado, convenció a la familia Brown, propietaria del equipo, que le diesen otra oportunidad. Durante aquel año 1988, fue noticia la buena marcha de su rehabilitación.
Una superbowl maldita
Como decía, aquellos años fueron convulsos. En la ciudad de Miami, poco antes de la celebración del gran partido, un policía disparó a un sospechoso de color causándole la muerte. En los disturbios consiguientes, otro chico falleció. La ciudad era un caos. Coches y edificios ardiendo, la policía lanzando gases contra los manifestantes. La NFL incluso pensó en trasladar la superbowl a la cercana Tampa. Huyendo de los tumultos, los Bengals cambiaron de hotel, a otro situado 35 millas lejos del centro de Miami.
Llovía a raudales la víspera de la superbowl. Después de la cena, a las 8 de la tarde, Wyche convocó a la ofensiva para un último repaso al plan de juego. Wilson se excusó, diciendo que debía subir a su habitación porque se había dejado allí el libro de jugadas.
Esperaron 10 minutos. Pasaron 15 y Wilson no bajaba. Preocupados, Wyche y Anderson subieron a su habitación. Estaba cerrada. Wilson no respondía. Buscaron al director del hotel para que les abriera la puerta. Nadie estaba preparado para lo que encontraron.
Una situación dantesca
El vapor cubría la estancia. Fueron a la bañera. Allí, temblando y sudoroso, encontraron a Wilson. Bajo sus fosas nasales, rastros de polvo blanco. En una bolsa a su lado, el resto de la cocaína. “¡Oh Stanley!, ¿por qué?” se lamentaba Anderson. Unos minutos más tarde, con lágrimas en los ojos, Wyche comunicaba a sus jugadores que Wilson no estaría con ellos al día siguiente. Era la tercera infracción, lo que suponía una sanción de por vida.
La respuesta de sus compañeros fue diversa. Hubo quienes reaccionaron con rabia por su comportamiento, estampado los playbooks contra el suelo. Otros, como Collinsworth, animaban a ganar el partido por él. En cualquier caso, la situación anímica del grupo estaba bien lejos de ser la ideal para encarar el partido más importante de sus vidas. El RB Brooks no durmió en toda la noche, afligido tanto por su amigo como por quién le abriría huecos al día siguiente. También el apartado táctico sufrió un duro golpe. Gran parte del gameplan estaba basado en Wilson. Wyche tuvo que rehacerlo a toda prisa la noche antes de la superbowl.
Para evitar mayores problemas, sacaron a Wilson del hotel y lo llevaron a unos apartamentos. En un momento que estaba sin vigilancia se escapó. No volvieron a verle hasta dos días después de la superbowl. Sabía que había decepcionado a todos: aficionados, compañeros, entrenadores,… y a su hijo.
Con Wilson quizá el resultado hubiese sido otro
El partido, todos sabéis cómo acabó. Cincinnati no pudo consolidar su ventaja, y en el último drive, Montana y Taylor se llevaron la gloria. Nadie sabe qué hubiera podido pasar con Wilson sobre el embarrado Joe Robbie Stadium. Wyche estuvo convencido hasta su muerte de que su estilo de correr, más compacto que las largas zancadas de Brooks y Woods, capaz de clavarse y salir disparado, hubiese permitido a su ofensiva preparar el terreno para correr más de 200 yardas.
Los Bengals se dejaron escapar su segunda superbowl, pero aquel día perdieron algo más. Un jugador diferente, y fundamental para sus esquemas. Pero sobre todo, un amigo. Cuando Esiason se enteró que estaba durmiendo en el Jaguar que había comprado con su contrato rookie porque se había arruinado, le pagó un hotel. El propio Wyche se lo llevaba a su casa tras los partidos a comer helados, consciente de que para un adicto, los episodios de euforia o decepción podrían desembocar en recaída. Era muy querido dentro del vestuario.
La maldita droga apagó para siempre su eterna sonrisa, su ruidosa risa contagiosa, su olor a excesiva colonia. Tras aquel incidente, su vida se convirtió en un entrar y salir de centros de rehabilitación y comisarias. Fue detenido dos veces hasta que en 1999, fue condenado a 22 años de cárcel por robar en una mansión de Beverly Hills.
La superbowl es la mayor expresión de nuestro deporte favorito. La gran fiesta del football americano, donde se forjan leyendas imperecederas. Pero no todas las historias tienen un final feliz.