El sábado por la noche Finsbury olía a carbón. La humareda salía de un kebap cercano a la parada del metro de la línea que reparte viajeros desde Victoria hacia el norte. El barrio no es uno de esos deslumbrantes vecindarios del centro donde los turistas se fotografían delante de la tienda de Apple. Tampoco es, al menos por el momento, una de esas aglomeraciones de artistas y músicos a los que les parece una buena ocurrencia montar sus ateliers donde antes se deslomaban veinte obreros. En Finsbury los escaparates ofrecen resultones trajes de novia por ochenta y nueve libras y los bajos dan cobijo a un centro somalí, un restaurante chipriota, una mezquita y un bar musulmán donde se puede tomar un English Breakfast completo por menos de lo que cuesta una pinta en el Soho. Finsbury no es Leicester Square, Finsbury es uno de esos barrios mal iluminados donde mujeres con sari, estudiantes con ganas de juerga y trabajadores de vuelta a casa cruzan un segundo sus miradas en un off license regentado por búlgaros al que han ido para hacer una compra de última hora. La humildad es un paisaje con muchos colores. Quizá eso explique que apenas a unas calles de la parada de metro, en dirección hacia donde se marcha el humo del kebap, una placa azul recuerde el lugar donde creció Laurie Cunningham, el primer jugador negro en vestir la camiseta blanca de la selección inglesa absoluta y uno de los pocos madridistas en salir ovacionado del Camp Nou. Finsbury Park, barrio de pioneros. Pero si hablamos de colores, y aunque Cunningham se forjó en el Leyton Orient -el orgulloso equipo de uno de los suburbios del este de Londres- Finsbury parece, sobre todo, territorio Gunner. Porque ya podrá ser hoy en día la Premier un juguete global que parece que todavía quedan lugares en el mundo donde se respetan ciertos márgenes.
¿Pero por qué empezar por aquí el relato de un artículo sobre un fin de semana de NFL? Pues porque aquí, en el corto paseo que va del viejo barrio de Finsbury al moderno estadio del Emirates, empieza un fin de semana distinto para toda una ciudad. Fue allí, unas horas antes de aquel kebap humeante, frente a la estatua de Dennis Bergkamp, donde le pondríamos por primera vez el termómetro bajo el brazo a Londres. Diagnóstico: fiebre por el football. Y es que, aunque bajo el bronce que inmortaliza aquel control mágico del holandés sólo hubiese unos tímidos aficionados a los Tampa Bay tratando de domar el viento que se les venía encima por primera vez en todo el fin de semana, el ansia de la capital del fútbol por disfrutar de la NFL iba a apoderarse del sistema nervioso londinense. Y no lo digo por decir. Yo también saldría a la calle para tomar Trafalgar Square si en mitad de un mundial de Rugby, el epicentro del viejo imperio británico amaneciese repleto de camisetas de Newton, Brady, Marino, Favre o Mahomes. O es que queréis más pruebas que demuestren el cambio climático. Y vaya clima. A cara de perro, contra la lluvia y el viento, franquear cada puerta de pub fue como completar un primer down en Lambeau field y conseguir mesa para cenar como recuperar un balón dividido en el barullo post fumble. Por suerte, cuando alguien nos iba a convencer de ir a echar una más, Pablo, nuestro coordinador defensivo, mandó el blitz camino a casa y nos ahorró el unnecessary roughness de la última pinta. Y así volvimos donde empezamos, al Kebap de Finsbury donde la columna de humo hizo de chimenea de noche de reyes y nos fuimos a dormir con la ilusión de poder abrir nuestro regalo al día siguiente.
La diana sonó pronto. Había que empezar la romería. Hay una manga de casas que une Finsbury con Tottenham. La calle se llama Seven Sisters y quizá eso haga que la imágenes de los comercios de ambos barrios sean primas hermanas. Un chico mitad griego mitad palestino que se parecía a Benzema nos contó el día anterior que en ese cuadrante londinense se condensan más de doscientas lenguas. Doscientas formas distintas de sorprenderse ante la riada de fanáticos del fútbol que desabrocharon el barrio de camino al estadio. Augurio o no del agua que acabarían achicando los Buccaners, ya entonces llovía. Pero a quién podía importarle. Iglesias metodistas, evangelistas cristianas, etíopes, y católicas custodian el camino al campo y dejaban el terreno abonado para la amalgama religiosa también en los dorsales. Y es que, en la media hora que separa a pie la estación del metro del Tottenham stadium, vimos casi una camiseta de cada parroquia de la NFL.
Yo soy aficionado a los Panthers y para nosotros el domingo era fiesta patronal. La fiesta de un pueblo al que vienen a divertirse también los vecinos. Y tan nervioso estaba con que todo saliera bien que al ver un autobús cualquiera empecé a echarle fotos por si era parte del roster de Carolina y ahora tengo en mi carrete un carrusel de retratos de abuelas de excursión camino a Victoria Park. Y como si fuera mi abuela el día de la procesión, pasé los tornos tres horas antes del partido para pillar mi asiento y no perderme nada de la liturgia de un game day. En general diría que había mas camisetas azules que rojas, más entradas de reventa que compradas el primer día y más pintas que refrescos de cola. Sé que podría decir muchas cosas pero todavía estoy en shock. Sé eso sí que lo viví, sé que Wiston nos regaló intercepciones sólo para que pudiéramos perder la voz, que McCaffrey se desgastó menos que otros días pero nos regaló dos anotaciones frente a la endzone que nos quedaba más cerca, que estamos enamorados de Kuechly pero nos gusta la aventura que podríamos tener con Brian Burns, que Allen correcto pero ojalá que vuelva pronto el Cam de antes de la lesión y que después de hundir el barco de Tampa viene un Bye que nos vendrá bien para descansar piernas y ver hasta dónde podemos llegar. Lo sé, sé que lo viví pero muchas cosas quedan engullidas por la emoción de la primera vez. Poco a poco, sentado frente un ordenador que hoy parece todavía más gris, van viniendo los flashbacks que ayudaran a recomponer lo que ha sido este fin de semana. Flashbacks, por ejemplo, como que el acabar la verbena, la riada de gente bajó feliz por donde vino, el santo volvió a su parroquia y nosotros, como comisión de fiestas que somos, nos fuimos a celebrar a una cervecería de Seven Sisters donde la IPA que nos tomamos en honor a los santos patronos de los Panthers se llamaba Wild Card. Brindo por ella. Ya dijimos que Finsbury y Totthenham no son uno de esos deslumbrantes barrios del centro pero ojalá volvamos al año que viene juegue quien juegue. Porque en Londres el football, como la humildad, es un paisaje de muchos colores.
Carlos Torres (@carlosaspe)
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