La leyenda de Lord Whitworth

Nevaba. No había dejado de hacerlo en todo el día. Las botas del viajero se hundían casi un palmo en la espesa manta de nieve que cubría la blanca llanura. El viento gélido azotaba su rostro y le formaba estalactitas de hielo en la barba. El frío le estremecía los huesos, atravesando la gruesa capa de piel de gatosombra con que se cubría. El aullido lejano, inconfundible, de una manada de lobos huargos anunciaba la caída de la noche y, con ella, más frío y alimañas nocturnas. No podía desfallecer, no ahora que había llegado tan lejos. En la lejanía empezó a divisar la silueta del viejo castillo abandonado recortada contra la tormenta. Esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa. Andrew Whitworth, señor de Lousiana State, había alcanzado su destino.


El viejo castillo

Empujó la pesada puerta de madera carcomida que crujió ruidosamente mientras se abría. Encendió un fuego y se sentó junto a él para calentar su aterido corpachón. Las sombras de la hoguera dibujaban figuras grotescas sobre los techos desvencijados de los que colgaban raídos pendones, recuerdos de glorias pasadas. Las corrientes de aire se filtraban sibilantes entre las rendijas de las agrietadas paredes susurrando un aterrador “¡vete, vete!”. Lord Withworth se preguntó por enésima vez por qué había atendido la anónima demanda traída por un cuervo que le citaba en tan inhóspito lugar.

Oyó un ruido. Se levantó de un salto y desenvainó su espada. El acero valyrio brillaba con reflejos verdosos a la luz del fuego. A su alrededor, sintió como si docenas de ojos le contemplasen desde la oscuridad. Las historias sobre los fantasmas que habitaban aquel castillo abandonado no le eran ajenas.

—¡No me dais miedo, espectros bastardos! ¡He pasado once años en los Bengals! —gritó.

Un nuevo ruido. Agarró con su mano izquierda una tea de la hoguera y, sin dejar de blandir su espada con la diestra, se dirigió al rincón del que procedía. A la luz de la improvisada antorcha aparecieron unos ojos sin brillo, como de conejo asustado, enmarcados por un rostro pálido y sin vida.

—¡No, no me matéis, señor! —tartamudeó el intruso—. Sólo me protegía del frío. ¿No tendréis algo de comida para un pobre hambriento?

 

El desconocido

Una vez comprobó que el desconocido no suponía ninguna amenaza, Whitworth le invitó a sentarse con él junto al fuego y compartió la liebre asada que había cazado por la mañana.

— ¡Yo os conozco! —exclamó el extraño con sorpresa mientras devoraba con fruición un trozo de carne—. Vos sois Andrew Whitworth, el famoso left tackle. Antes vivía en Cincinnati y os vi jugar varias veces. Recuerdo aquel partido, contra Oakland…

—¡Ya sé a cuál os referís! —le interrumpió con una carcajada—. Era 2012. El año anterior, Palmer había abandonado el equipo y entonces jugaba para los Raiders. Era su regreso a Cincy, y los ánimos estaban muy caldeados, tanto dentro como fuera del campo. En una jugada muerta por una penalización, uno de sus defensas, Kelly, se abalanzó sobre nuestro quarterback indefenso y le derribó. Cuando vi a Dalton rodar por el suelo no lo dudé y me lancé contra aquel cobarde. Se formó una buena pelea.

—Sí, lo recuerdo bien —asintió el desconocido—. Acabasteis expulsado, y mientras os dirigíais al vestuario todo el estadio os aclamaba puesto en pie.

—¿Ves mi blasón? —preguntó Whitworth mientras le enseñaba su escudo, en el que se representaban una mujer y un quarterback—. El lema de mi familia es: “Tienes dos compromisos: con tu familia y con tu quarterback”. Nunca dejaré de proteger ni a uno ni a otro. ¡Lo juro por los dioses viejos y nuevos!

 

Recuerdos del pasado

—Debo reconocer que antes me asustasteis, mi señor. Aún os conserváis en excelente forma, y eso que tendréis ya… ¿35 años?

—El próximo mes celebraré mi 36º día del nombre —le confirmó Whitworth—. Y sí, es cierto que soy el liniero ofensivo más veterano de toda la NFL, pero mantenerme en buen estado físico siempre ha sido para mí una obsesión. A menudo, a los componentes de las líneas se nos llama “gordos” de manera despectiva. Sin embargo, yo estoy orgulloso de nuestro trabajo, fundamental para las aspiraciones de cualquier equipo. La base sobre la que se edifican las franquicias. Pero ser pesado, o corpulento, no tiene por qué implicar ser lento o patoso. Es necesario tener fuerza, por supuesto, pero también agilidad. Si quieres ser bueno en mi oficio, debes tener la adecuada proporción de ambas. Por supuesto nuestra prioridad debe ser defender al quarterback, pero es un error considerarnos torres inmóviles en el campo de batalla. Cuando nos ponemos en movimiento, podemos ser imparables.

—Tenéis razón, sir Andrew. Ésas son las cualidades de los mejores, y vos estáis sin duda en ese grupo. Es una pena que por haber jugado en un equipo tan marginado como los Bengals sólo os hayan seleccionado 3 veces para la Pro Bowl, y haber coincidido en la misma generación que otro gran tackle ofensivo como Joe Thomas. En otro equipo, en otra época, ahora estaríais considerado como una leyenda. Os doy las gracias por la cena. Nunca os olvidaré, señor.

El desconocido se levantó, y al girarse para irse, Whitworth comprobó que le faltaba la parte de atrás de la cabeza y le colgaban restos de cerebro del cráneo. Había estado durante toda la cena conversando con un fantasma. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

 

El viejo

—No te preocupes por él, no va a hacerte daño —dijo una voz procedente del fondo de la estancia—. No hace falta que le mates, ya no puede estar más muerto.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Whitworth portando nuevamente la antorcha y la espada.

En lo que antaño había sido el salón del trono, ahora cubierto por enredaderas, musgo y arbustos silvestres, pudo divisar, mimetizado con las raíces de un árbol centenario, la figura de un anciano con una larga barba blanca.

—Me han dado varios nombres a lo largo de mi extensa vida —respondió el viejo—. Ahora ya no recuerdo cuál fue el original. Muchos me conocen como «el cuervo de tres ojos».

—¿Cuervo? —pronunció Whitworth escupiendo cada letra—. Conozco a los de vuestra calaña. He jugado en la AFC Norte. ¿Has sido tú quien me convocaste aquí?

—Haces las preguntas incorrectas —le ignoró el viejo—. Lo importante no es quién soy yo, ni qué te trajo aquí, sino quién eres ahora tú, en este momento de tu vida.

—¿Qué rollo filosófico es éste? Primero, el espectro del pasado. Ahora tú pareces el fantasma del presente. ¿Quién vendrá después, el del futuro? Se suponía que esto era un relato de fantasía épica de George R.R. Martin, no una maldita tragedia navideña de Charles Dickens.

—Si fuese una novela de Martin ya estarías muerto, Lord Whitworth. Dime, ¿por qué dejaste los Bengals? Lo tenías todo allí, eras un ídolo local y el referente del equipo.

 

El crudo presente

—No me arrepiento de haberme ido. Lo di todo por ese equipo. Recuerdo en 2011, el año de la huelga, cuando el club no podía tomar acciones sobre los jugadores ni nosotros usar sus instalaciones, que organicé las prácticas voluntarias en un gimnasio de la ciudad. Todos acudieron a mi llamada. También el joven Dalton, recién escogido en aquel draft, a quien acogí en mi propia casa como uno más de mi familia mientras buscaba alojamiento.

El liniero calló un segundo para coger aire mientras sentía la nostalgia invadir su cuerpo, y sus ojos.

—Siempre defendí esos colores con orgullo y diligencia, como corresponde a un capitán —continuó Whitworth—. ¿Y cómo me lo recompensaron? Pidiéndome que aceptase una rebaja en el sueldo por “fidelidad” a la franquicia. Aquello fue demasiado. Sólo me ofrecían un año de contrato. Yo me encontraba bien para seguir al primer nivel varios años más. Los Rams me ofrecieron tres. No lo dudé. No sólo debo pensar en mí, sino en mi familia. Los Angeles es mejor lugar para que crezcan mis hijos. Además, esta franquicia parece que sí quiere ganar, no como en la que estaba.

—Aun así, ¿no te parece raro trabajar para un entrenador más joven que tú?

—Conocí a McVay a través de Jon Gruden, a quien serví cuando fue coordinador ofensivo en Bengals. Me pareció un joven con grandes ideas y enorme energía. Hemos hablado mucho. Ellos me ofrecían la oportunidad de jugar en un equipo con aspiraciones. Yo, el referente veterano que necesitaban los jóvenes de su plantilla.

—Una conveniente simbiosis –—apuntó el anciano—. Y no tardaste en ganarte su respeto. Recuerdo un partido de pretemporada. Un fumble de Goff recuperado por un defensor, quien se iba para anotar un touchdown. Era un partido intrascendente, no os jugabais nada, y aun así, saliste corriendo tras él, ¡a casi 30 kilómetros por hora!

 

Una última oportunidad

—Sí, me acuerdo que llegué exhausto, pero no se me ocurrió mejor forma de demostrar a los jóvenes lo que significa ser profesional: nunca ceder, ni dar nada por perdido.

—Buena lección. Pero la principal es la que muestras partido a partido. En tu carrera, en los encuentros en que has debido defender más de 20 jugadas de pase, llevas 50 sin permitir ni una presión al quarterback. Cero presiones. Desde tu debut en 2006, el siguiente de la lista está en 35 partidos. En las primeras 10 jornadas sólo has permitido 11 presiones en total. Es asombroso. Pero lo mejor es que aún conservas tu potencia cuando debes salir a bloquear. ¡Estás jugando al mejor nivel de tu carrera!

 

—Mi trabajo me cuesta estar en forma. Combino escalada con yoga, y sigo la dieta de mi tierra, Lousiana. Hay que estar presentable, que nunca se sabe cuándo pueden quedar expuestas tus vergüenzas…


Una cámara indiscreta entró en el vestuario y grabó desnudo a nuestro protagonista, algo que no le hizo ninguna gracia.

 

—¡Un culito precioso, Andy! –exclamó pícara una voz femenina detrás de él-.

Whitworth se giró, pero no vio a nadie. Volvió a mirar donde el viejo para reclamar una explicación, pero el anciano había desaparecido. Se encaminó al lugar de procedencia de la voz cuando de pronto se detuvo ante la presencia de una intensa luz roja que parecía flotar en el aire. Entre la nebulosa rojiza, lentamente se empezó a formar una figura de mujer. Embutida en un ceñido vestido encarnado, sus labios carnosos y de intenso color sanguíneo, sus ojos dos rubíes incandescentes.

 

La bruja roja

—Veo que recibiste mi invitación, Andy. Tenía ganas de conocerte en persona, después de tantas plegarias que hice por ti al dios de la luz. Acompáñame. Supongo que estarás deseoso de conocer tu destino.

Whitworth siguió a la hechicera hacia el interior del castillo. En el patio de armas, un enorme arciano en el centro presidía el bosque de dioses. Su tronco blanco relucía a la pálida luz de la luna. Sus ramas conservaban intactas todas las hojas rojas, y a sus pies la tierra era fina y seca, algo inusual para esa latitud y época del año. Whitworth tomó un puñado de tierra. La apretó con fuerza mientras se le escurría entre sus dedos. Al abrir la mano, apenas quedaban unos pocos granos, brillantes como estrellas.

—No me queda mucho tiempo, ¿verdad? —preguntó a la sacerdotisa roja, entendiendo el significado de la profecía—. La vida del deportista es corta, y las oportunidades de éxito, escasas.

—No voy a engañarte. Te conservas bien, pero has de hacer caso a tu head coach cuando te pide reducir los entrenamientos para no desgastarte. Tu presencia es demasiado importante para el funcionamiento de esa revitalizada línea ofensiva, que está siendo clave en el desarrollo de Goff y por tanto, en la gran campaña de los Rams, el equipo revelación de la temporada.

—Sé cuidarme. En mis 12 años en la liga apenas me he perdido una decena de partidos por lesión ¿Me pides que baje el ritmo? ¿Cómo puedo saber que no me estás mintiendo? Muy roja te veo, bruja. ¿No serás de los Cardinals?

—No sabes nada, Lord Whitworth. ¿Acaso no he velado siempre por ti? ¿No puse en tu camino a tu esposa, Miss Louisiana, quien te ha dado cuatro hijos preciosos?

 

El impredecible futuro

—No estaría mal que también me ayudases en lo deportivo. Tengo asumido que por mi posición en el campo no seré recordado como los grandes. La fama queda para quarterbacks y poco más. Los más prestigiosos analistas coinciden en calificar las trincheras como la parte más importante de este deporte, pero somos pocos quienes conseguimos salir del más oscuro anonimato. A nadie importa si nuestro juego de pies es mejor o peor, o nuestra técnica de manos. Al público sólo le interesa quien lanza más touchdowns o corre más yardas. Al menos, conseguir un anillo de campeón consolaría este ostracismo.

—Eres ambicioso, Andy. Eso está bien, pero ¿sabes cuántos me han visitado a lo largo de los tiempos con idéntico ruego? Marino, Kelly, SandersFitzgerald, ya que nombrabas a Arizona. Yo os puedo ayudar a poneros en el camino, pero el resto es cosa vuestra. La gloria se consigue con esfuerzo, pero muchas veces, es también cuestión de suerte.

—Soy un buen jugador. Y una buena persona. Tengo una fundación, BigWhit77, que ayuda a los niños. Organizo torneos benéficos de golf, doy charlas en los colegios… Siempre he hecho lo correcto, he dado todo en el campo. Creo que me lo merezco.

Anthony Muñoz (izquierda) y Orlando Pace (derecha). Dos LTs de Hall of Fame. La maldición de Whitworth es que, por bueno que sean, nunca será el mejor LT de la historia de su franquicia.

Se giró en busca de alguna indicación, pero con la misma sutileza con que había aparecido, la bruja roja se evaporó en el aire. Quedó de nuevo solo en el castillo, pero con el ánimo renovado. El ansiado triunfo aún era posible si luchaba con denuedo por conseguirlo. La claridad del amanecer empezó a iluminarlo todo. Whitworth recogió sus cosas para iniciar el camino de vuelta. Había mucho trabajo por hacer. Tenía un trofeo Lombardi que ganar.

Antonio Magón