Papá, ¿por qué nos gusta el deporte?

La vida. Tan perra y maravillosa…

Y en medio, el Homo sapiens. Un animal de costumbres y de emociones. Débil pero apasionado, entregado. Y adicto al sufrimiento. Porque no hay otra manera de explicar por qué nos gusta seguir el deporte profesional. Y por qué, año tras año, y decepción tras decepción, nos seguimos exponiendo a esta angustia.

Sobre todas estas cosas pensaba yo el pasado domingo, justo antes del «Minneapolis Miracle». Y decidí que tenía que escribir sobre ello. Que necesitaba hacerlo. Y lo meditaba, como digo, antes de que Case Keenum lanzara la bola que acabaría llegando a las manos de Stefon Diggs, comenzando uno de los momentos más inolvidables ya de la NFL. Y la victoria final de los Minnesota Vikings no cambia esa sensación. Éste no es un artículo exclusivamente sobre el partido. Lo hubiera titulado, entonces, «Los Vikings vence al pasado», «Diggs rompe la maldición» o «Pupas no more». Pero no, quiero hablar en general, aplicándolo a cualquier equipo.

Quiero hablar sobre sensaciones. Sobre el football y la vida. Sobre bajar al infierno y subir al cielo.

Jeff Roberson/AP

Sobre el infierno

El guión parecía estar escrito desde siempre. De hecho, apestaba a plagio. A copia barata.

Empieza con una temporada maravillosa, llena de esperanza. Con adversidades (lesiones de Sam Bradford o Dalvin Cook), historias de superación (Adam Thielen, Case Keenum) y un hito histórico en el horizonte (la primera Super Bowl, además de ser la primera franquicia en ganarla en casa). Lo dicho, todos los ingredientes para una película de Hollywood. Pero claro, estamos hablando de los Minnesota Vikings, de los «pupas» de la NFL. El «Atlético de Madrid» de esto (y perdónenme, tanto los aficionados colchoneros como los demás por el símil balompedístico). Vamos, que todo apunta a un drama. De los gordos, de ésos que te dejan hundidos.

Y así estaba yo, hundido. Totalmente destrozado, viendo cómo las ilusiones de todo un año se van al garete. Cómo esos sueños, a los que te resistes al principio porque sabes de qué va la cosa pero que luego es inevitable abrazar y asimilar, se van por la ventana sin decir siquiera adiós. Sin dejar una nota. Dejándote con cara de tonto. Divagando. Filosofando si todo esto merece la pena. Si la taquicardia y la puñalada posterior tienen sentido.

Y miras a tu alrededor y ves las palomitas por el suelo. La manta arrugada, a un lado, olvidada. Los papeles del informe pendiente para el día siguiente desparramados sobre la mesa, esperándote; y dándote un puñetazo de realidad. O peor aún, el reloj mostrándote la hora que es y el tiempo que has perdido por presenciar dicha película. Tiempo que podrías haber invertido en otra decena de cosas, como simplemente dormir o pasar más tiempo con la persona a la que quieres. Hablando en plata: te entra un bajón de la hostia.

«¿Por qué lo hacemos?», me preguntaba.

¿Cómo somos tan estúpidos? Invertir tanto tiempo, esfuerzo y sentimiento, tanta vida, en algo tan «mundano» como el deporte. En algo que no nos da ningún (aparente) beneficio. Apostando nuestra felicidad por la victoria de un equipo en particular, cuando en realidad las probabilidades de que ello ocurra son tan bajas. Y es que sólo hay un ganador. Un vencedor, y decenas de derrotados con el corazón roto. La probabilística es contundente, lo más probable es que suframos. Y, sin embargo, ahí seguimos. Partido tras partido. Año tras año. Animando a un equipo que, en el mejor de los casos, al menos representa a tu ciudad, estado o país. Pero nada más. Ni te van a dar sus beneficios, ni te van a arreglar tus problemas personales o laborales. Nada de eso.

Y sin embargo, como digo, ahí seguimos.

¿Por qué? No lo sé, no tengo ni idea. Y, como científico en la vida real, la impotencia de no saber la razón de algo me puede. Pero así es. Y así estábamos, ardiendo de nuevo en el averno.

Grupo de vikingos sufridores, bajando a los infiernos nórdicos por enésima vez. Justo cuando este artículo nació en mí.

 

Sobre el cielo

Pero entonces, de repente, el mundo se pone patas arriba.

Cuando todo parece decidido, va el destino y dice que no. Que un momentito, que falta un último giro argumental. Y te llevas tal alegría que, por inesperada e inmensa, te hace olvidar todo por un segundo. Los malos momentos. Las decepciones previas. ¡Incluso de cómo se articulan las palabras! Sólo puedes mirar en silencio las repeticiones de lo que acaba de suceder, una y otra vez, con una exagerada sonrisa en la boca. Y eres feliz.

Tú, y todos los que comparten tu afición.

Mismo grupo de vikings sufridores, atisbando las puertas abiertas del cielo por primera vez.

Y puede que ahí esté la clave…

Quizás por eso sigamos el deporte profesional. Porque estas alegrías extremas, cuando nuestro equipo/deportista favorito consigue la victoria, superan y compensan todo lo demás. Porque, cual droga, te dan un bienestar adictivo que siempre te deja con ganas de más. Y seremos capaces de cruzar desiertos de derrotas y océanos de frustraciones con tal de saborearlo otra vez.

Eso, y también el hecho de disfrutarlo en compañía. Porque creo que pocas cosas unen más en esta vida, tan llena de condicionantes que insisten en diferenciarnos y separarnos, que la afición por el deporte. Ciudades, países, ¡incluso cuñados o vecinos!. Todos se unen en algún momento porque empieza el partido, el Mundial, o lo que sea. Y por un momento no nos sentimos solos. Ni diferentes.

Sí, lo sé. Menudo panorama. No nos une el hambre o la injusticia, pero sí nos une el deporte. Como os decía, así es el ser humano. Qué le vamos a hacer… Pero más vale eso que nada, ¿no?

 

Sobre la redención

Sin duda hay más razones por las que seguimos el deporte. Y esto los estadounidenses lo saben, y lo explotan como nadie. Fijaos, por ejemplo, en las tradicionales historias de superación. El ser un don nadie y convertirte en un héroe. Vamos, el «sueño americano» de toda la vida. Que, por cierto, no deja de ser la falacia máxima que permite funcionar el status quo de un país tan injusto y desigual como Estados Unidos.

Hay, sin embargo, otra línea argumental que a mí me gusta más, y es la redención. No pasar «de cero a héroe» (como dirían en «Hércules», la película de Disney) sino «de villano a héroe». Que todos se acuerden de tu familia primero y luego compren tu camiseta llorando. Y esto se puede aplicar tanto para toda una carrera profesional como para una temporada o incluso un sólo un partido.

Como podéis ver en el tuit de arriba, a los villanos se les busca rápido. Lo publiqué hacia el final del partido, cuando las cosas ya se habían torcido y los aficionados empezaba a pedir cabezas.

A saber:

  • Case Keenum: culpable de la estúpida intercepción de la 2ª mitad, que cambió el momentum del partido.
  • Kai Forbath: culpable de fallar un FG de 49 yardas para ir al descanso, alargando la maldición de los kickers.
  • La defensa: culpable de dar vida a los Saints y dejar que se pongan por delante, permitiendo un 4&10.

Pero lo dicho, que las cosas pueden cambiar muy rápidamente, incluso en el mismo partido. Y ése es otro de los motivos por los que nos gusta sufrir con esto. Por estas pequeñas historias, tan de película. Una auténtica mina de oro para que los periodistas deportivos escriban miriadas de artículos llenos de clichés. Y para que nosotros, simples aficionados, disfrutemos como si estuviésemos en el cine.

Y así fue cómo esos villanos se convirtieron, finalmente, en los héroes del largometraje:

  • Case Keenum: porque lanzó el pase ¿perfecto? a Diggs en la jugada definitiva.
  • Kai Forbath: porque SÍ anotó el FG que contaba, adelantando a los Vikings antes de la acometida final de Saints.
  • La defensa: porque tras el 4&10 frenaron un 3&1 que hubiese permitido a los Saints terminar el partido con el FG final.

Por eso me gusta esto de la «redención», aunque sea un término muy desgastado ya. Porque se nos olvida que el ser humano es imperfecto, y comete fallos constantemente. Y me niego a pensar que un error te marque para siempre, te hunda. Todo lo contrario: los errores te hacen crecer y mejorar. Forman parte de la vida. Maldita sea, si hasta las mutaciones (la verdadera causa de que la vida haya evolucionado como lo ha hecho en este planeta) se basan en errores en la secuencia de ADN. Está en nuestra naturaleza. Aceptémoslos de una vez, y demos la oportunidad de remediarlos. Como a Marcus Williams, el safety rookie de los Saints que cometió el error en la última jugada. Démosle la oportunidad de volver mejor que nunca. Démosle la oportunidad de redimirse.

 

Sobre la suerte

Hablando de errores, hay otro tema que quiero discutir. Y es la idea, o la costumbre, de usar el argumento de la «suerte» para menospreciar la victoria de un equipo.

Desde el domingo pasado no paro de escuchar/leer lo mismo. «Los Vikings han ganado de pura suerte». «Si no es por el error de Williams no ganan». «No se merecen pasar a la siguiente ronda». Y demás perogrulladas típicas y tópicas. Pues bien, dejadme analizarlo:

 

→ No has ganado tú, el rival lo ha perdido

Esto me hace mucha gracia. Muchísima. Ver cómo la gente se olvida de cómo funciona un deporte, una competición. No darse cuenta de que, cuando un equipo (o deportista individual) se impone a otro no lo hace por ser perfecto, sino por aprovechar los fallos del rival. Aprovechar su peor porcentaje en tiro a canasta. O sus dobles faltas en el saque. Sus penalties tontos. O su mala gestión de la energía en el kilómetro final de la maratón. Lo que queráis.

Pongamos un ejemplo extremo: el ajedrez. Si ningún jugador cometiese un error, todas las partidas acabarían, inevitablemente, en tablas. Empate. Es el fallo al calcular alguna de las jugadas lo que permite acabar dando jaque mate. Y así ocurre en todos los deportes, aunque se nos olvide. Así que basta ya de usar ese argumento. Siempre habrá errores, y será mérito del equipo ganador aprovecharse de ellos para conseguir el triunfo final.

 

→ Tener potra

Aquí tengo que hablar del caso particular de los Minnesota Vikings. La franquicia favorita de la señora Doña Mala Suertínez. Y no lo digo yo, aficionado subjetivo, sino que es un caso conocido en toda la NFL. Porque vamos, la lista es larga:

  • Ir a cuatro Super Bowls y perder las cuatro, todas ellas en los ’70.
  • Encajar el primer «Hail Mary» de la historia, en la jugada que acuñaría el término para la eternidad.
  • El FG fallido de Gary Anderson en la final de la NFC del ’98, sin haber fallado uno en toda la temporada.
  • La INT en el último minuto (a distancia de FG) de Brett Favre ante Saints en la final de la NFC del ’09.
  • El FG de 27 yardas que falló Blair Walsh ante Seahawks en los playoffs de ’15 para terminar el partido.

Así que ahí queda por todos esos momentos que destrozaron los corazones de los aficionados vikingos de distintas generaciones. Por todos los llantos y las decepciones. Y también por las rodillas de Adrian Peterson, o Teddy Bridgewater, o Sam Bradford, o Dalvin Cook,…

Por todo eso y más: ¡bienvenida seas, buena suerte!


El (séptimo) cielo

Total, que aquí seguimos todos. Los que hemos disfrutado este año de nuestro equipo ganando y los que no. Y aquí seguiremos el año que viene, porque somos «depordependientes». Y porque aguantaremos, unidos, cada bofetada del destino. Las que hagan falta hasta volver a probar las mieles del éxito, como nos ha ocurrido esta vez a los aficionados de los Vikings. Aún extasiados en este séptimo cielo («Seven Heaven» era el nombre de la jugada ganadora) y sus infrecuentes placeres.

Sigamos, pues, disfrutando y sufriendo de la NFL. No nos queda otra…

Álvaro Fernández Fernández (@CDMinnesota)

 

Un especial saludo a Carlos (@vikings_es), Reimøn (@Ramcouto), Carlos Sotelo (@carlossotel0), Arkaitz (@ArkaitzLopez), Santiago (@santiago_Tomasi) y Javier (@jfidalgo17), sufridores vikingos por excelencia que compartieron conmigo la bajada al infierno y la subida al séptimo cielo en directo.