Cuando Lusteg pateó su destino

A veces la vida te da un papel para el que no estás preparado. Gerald Lusteg lo sabía pero qué otra cosa podía hacer. Después de fracasar como actor, él era uno de los casi cien hombres que se habían presentado en las oficinas de Buffalo para sustituir a Peter Gogolak, el kicker húngaro que había revolucionado el arte de patear al adaptar del fútbol europeo la forma de acercarse en ángulo al balón y chutar con el empeine. Gogolak había sido escogido en 1964 por los Bills en la duodécima ronda del draft de la AFL y, ya en su primera temporada, uno de cada cuatro puntos que anotó el equipo salió de sus botas. Viva Gogolak, ronda de alitas en su honor. Y es que en 1964 Buffalo se convirtió en la patria de las adaptaciones milagrosas. Además de la nueva técnica del húngaro, ese mismo año la familia Bellissimo, que regentaba en la ciudad el Anchor Bar, recibió por error un cargamento de alas de pollo. Y como buena patrona italiana, la señora Teressa no estaba dispuesta a malgastarlas. Así que se decidió a cubrirlas de una salsa especial y servirlas con lo poco que tenía a mano: apio y queso azul. Virtud ante la necesidad, o al menos eso cuenta la leyenda fundacional del plato típico más famoso de la ciudad. Un plato que, junto a los Bills y los Sabres, sitúa todavía en el mapa a esa ciudad perdida en la cornisa oeste del Estado de Nueva York.

 

Lo cierto es que la conjunción de alitas y Peter Gogolak en Buffalo duró muy poco. Después de completar una segunda gran temporada con los Bills, el jugador fue reconocido como Sporting News All-AFL y el reconocimiento hizo el resto. Ese mismo año, al este del Estado, en la capital del mundo occidental, Bob Timberlake, el novato de los Giants había anotado sólo un field goal de los quince que había intentado. No hará falta explicar mucho más, salvo que tras una sucia escaramuza entre NFL y AFL, Wellington Mara acabó firmando al húngaro para el equipo de New York City y, hoy en día, Gogolak es todavía el jugador que lidera la tabla de mayores anotadores de los Giants. 

 

Pero regresemos a las oficinas de los Bills donde Gerald Lusteg esperaba su turno. Hacía un par de años que había decidido darle un giro a su carrera como actor y se le había metido en la cabeza convertirse en kicker profesional. Teniendo en cuenta que en la universidad -fue a Uconn donde practicó baseball– nunca había jugado al fútbol americano, parecía un reto ambicioso. Sin embargo, Gerald se había autoproclamado “booth”, un apodo que pensó que le daría empaque como pateador, y había buscado el consejo de algunos entrenadores. Sólo un año antes de acercarse a la oficina de los Bills se había enrolado en un equipo semiprofesional -New Bedford Weepers de la Atlantic Coast Football League- para, además de jugar en la defensiva, empezar a dar patadas y pulir sus condiciones. Parece poco, pero ya era bastante más de lo que se podía decir de la mayoría de los que habían levantado la mano para sustituir a Gogolak. Gran parte del contingente que había pasado ese mes por la oficina de los Bills para presentarse a la prueba abierta estaba formado por hombres con mucho más impulso y testosterona que oficio y talento. 

 

Pero eso era algo que Gerald no podía saber todavía. Y por eso, quién sabe si por miedo a la competencia o por estar acostumbrado a meterse en la piel de otros, Lusteg se afeitó y se hizo pasar por su hermano Wallace, que se había graduado en Boston College y que era cuatro años menor que él. A quién le puede venir mal parecer más joven y vigoroso en una entrevista de trabajo. En este punto conviene decir que Booth no lo hubiera necesitado. Pues, a pesar de su corta carrera, lo cierto es que Lusteg era uno de los pocos aspirantes al puesto con experiencia maltratando el ovoide con el pie. Hasta tal punto llegaba la incompetencia de los solicitantes de empleo que la gran final de aquel penoso talent show de Buffalo se jugó entre Lusteg, un albañil alemán y un señor al que le faltaba un brazo y un ojo. Así que sí, esta vez Lusteg consiguió el papel en su audición. 

 

Pero nada puede ser tan fácil como parece y todo estuvo a punto de saltar por los aires tan pronto como el kicker vio cumplido su sueño de fichar por una franquicia profesional. Fue en el primer partido de pretemporada. Los Bills habían acordado jugar contra los Patriots en Massachusetts, en concreto en las instalaciones deportivas de, oh sorpresa, Boston College. El partido hubiera ido más o menos bien si, de camino al estadio, el conductor del autobús no se hubiera perdido por el entramado de calles de Chesnut Hill. Rápido, Booth, estamos en tu universidad, dinos por dónde carajo se llega al estadio. Años más tarde Lusteg confesaría a The Register que en ese momento se hundió en su asiento y rezó para que las cosas pasaran de largo. Pero, como suele pasar en la vida real, las cosas no pasaron y, en lugar de eso, sus compañeros le insistieron. Lusteg, hombre de acción, se arremangó y se fue a la cabina del conductor para ponerse a dar indicaciones. Con buena vista para los carteles y algo de suerte en el itinerario, Lusteg consiguió guiar al bus hasta que enfiló la calle correcta. Esa misma virtud para encontrar la buena dirección le llevaría horas más tarde a conseguir patear cuatro field goals que asegurarían una victoria por 19 a 13 para su equipo. 

 

Si en el partido Lusteg demostró tener las piernas fuertes, en la sala de prensa ya se barruntaba que las mentiras tienen las patas muy cortas.  Y es que, por desgracia para él, la sobrerreacción de la prensa deportiva ya existía en los sesenta. Era sólo el primer partido de pretemporada pero los periódicos de Boston quisieron cargar contra las oficinas de los Patriots por haber dejado escapar a aquella estrella emergente que había estudiado en la ciudad y que pateaba como un cañón. Y así fue como se descubrió el pastel. Los Bills tenían todo el derecho del mundo a echar a Lusteg por suplantación de identidad pero por desidia o por falta de alternativas, recordemos a aquel voluntarioso albañil alemán, decidieron darle una segunda oportunidad contra Denver. Y Lusteg respondió. En su temporada como rookie, Booth fue el kicker con más puntos de la AFL, algo errático en los intentos largos pero una verdadera máquina de convertir extra points. Sin embargo, la más célebre de sus patadas con Buffalo no fue ningún acierto. 

 

Y es que el 16 de octubre de 1966 cuarenta y cinco mil seguidores de los Bills veían como su equipo por fin espabilaba y empataba a diecisiete contra los San Diego Chargers. La defensa parecía haberse conjurado en el descanso y había vuelto al campo para disputarle la victoria a los californianos. A falta de dos minutos y cuarenta y cinco segundos los Bills recuperaron la pelota y Lamonica condujo al equipo hasta la red zone rival. Para entonces quedaban sólo seis segundos en el reloj y veintitrés yardas para el field goal. Lusteg saltó al campo, iba a patear para poner a su equipo por delante. Tomó carrerilla y corrió pero cuando iba a darle la victoria a su equipo escuchó a los Chargers gritar: ¡Tiempo muerto! Después de ese coitus interruputus el rookie lo volvió a intentar. Tomó impulso, se arrojó hacía al balón y todo el estadio pudo ver cómo impactó con la pelota para mandar un precioso lanzamiento hacia la derecha. Empate. 

 

Esa tarde el kicker se castigó a sí mismo haciendo el camino de vuelta a casa a pie. Caminaba por la concurrida avenida Delaware a plena luz del día cuando un coche frenó a su paso. Del automóvil bajaron dos jóvenes aficionados de los Bills que le increparon por su partido. La cosa se puso tan tensa que uno de ellos le lanzó un puñetazo. Nerviosos, los aficionados corrieron hacia el coche y se marcharon a toda prisa. Lusteg tuvo tiempo suficiente para anotar la matrícula pero prefirió no hacerlo, ni siquiera persiguió a los asaltantes y, a pesar de los testigos, también se negó a presentar cargos: “Sentí que obtuve lo que me merecía” dijo al ser preguntado por el altercado.   

 

Lusteg se repuso pronto de aquello y una semana después anotó cuatro field goals en el Shea Stadium para ganar a los Jets. Sin embargo, después de que los Bills perdieran la final de la AFL contra los Chiefs, Booth fue cortado. Después de aquella aventura en Buffalo, todavía le daría tiempo de formar parte de los Dolphins (1967) y Steelers  (1968) donde su mayor mérito fue fallar en una patada a uno de los vasos de plástico que usaba para entrenar, pegarle al suelo y estampar un trozo de barro en el entrecejo de “Mean” Joe Greene, pieza angular de la famosa cortina de acero que sería la temible defensa de los Pittsburgh en los setenta. “Joe me gritó: ‘Lusteg, patea una vaso más este año y te voy a romper los doscientos diez huesos de tu cuerpo’”, escribió Booth en The Register. “Dos pensamientos me golpearon en ese momento. El primero: hay doscientos seis huesos en el cuerpo humano, no doscientos diez. Pero pensé que no era un buen momento para corregir a Joe. Y segundo: estoy muerto. Soy fría, húmeda, desgarrada carne muerta”. 

 

Por suerte, Joe no se encargó de Lusteg y el kicker pudo firmar un nuevo contrato con los Packers para 1969. Esa temporada, después de jugar cuatro partidos, decidió retirarse para dedicarse a escribir. En 1976, unos casi recién nacidos Tampa Bay Buccaners lo firmarían para proporcionarle algo de competencia a su pateador titular. Lusteg sólo entrenó unos días y fue cortado una semana después, pero no importó porque para entonces ya había desarrollado una nueva obsesión: el tenis. Y quién que hubiera seguido la carrera de aquel hombre podía dudar de su perseverancia. Con una raqueta en la mano Lusteg llegaría a ser considerado por la USTA como el undécimo clasificado entre los tenistas de más de cuarenta años. En 2012, un cáncer de pulmón se llevó a aquel tipo que soñó con ser kicker y que un día se atrevió a llamar a la puerta de los Bills. Para entonces, aquel hombre que se ganó la vida escribiendo artículos en las revistas, que estuvo en el ejército, que voló aviones, que se hizo pastor y que grabó cintas de cassette para ayudar a los pateadores a mejorar su control mental, ya era un jubilado más de los que acaban sus días en Florida. Si hubiera justicia en este mundo, esta semana alguien se pagaría una ronda de alitas en Buffalo para recordarles a las nuevas generaciones que Booth Lusteg pudo ser un mentiroso pero nunca fue un chivato. 

 

Carlos Torres @carlosaspe

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *