En abril de 1993, el escritor Francisco Umbral estalló en directo ante Mercedes Milá después de contemplar durante minutos cómo se evadía el tema para el que había sido llamado a la acción: la promoción de su nuevo libro. La reacción no sorprendió a nadie. El carácter del personaje en cuestión era bien conocido. Las maneras del programa y la presentadora también. No obstante, la frase “Yo he venido a hablar de mi libro” pasó a formar parte de nuestro folclore. En el fondo, todo el mundo se sentía identificado.
Casi 19 años después de aquel sonado encontronazo, y al otro lado del charco, Bruce Arians se levantaba en su recién estrenada casa del lago en Georgia. Después de tomarse un carajillo, elegir la boina que mejor conjuntaba con sus calcetines y salir a pescar un rato, cogió el coche y, junto con su mujer Christine, fue a comprar unos muebles. Era su nueva vida de jubilado. Una jubilación que sentía más como el castigo final de toda una trayectoria de desplantes que como un premio. Después de cinco años más que notables en Pitsburgh, aunque no libres de controversia, Mike Tomlin le obligaba a abandonar el puesto de copiloto. A sus 60 años, Bruce ya había logrado comprender que su currículum no importaba en una liga que nunca terminaría de aceptarle y decidió colgar las botas.
Muchos años antes, en su juventud, supo sobreponerse a ser expulsado de su instituto para liderar la wishbone offense de unos Hokies que más tarde le darían la oportunidad de empezar su carrera de entrenador colegial. Dicha oportunidad le sirvió para, posteriormente, pasar a formar parte del staff de Paul Bryant y conseguir su primer puesto como entrenador en jefe en Temple a los 30 años. El golpe que se pegó se escuchó en toda América. Sin embargo, Bruce supo recuperarse y alternó posiciones de coordinador por toda la liga hasta su último día con los Steelers. Fueron tres décadas sólidas, de éxitos y resultados comprobados, pero nadie quería profundizar en ellas. Treinta Black Mondays en los que veía como gente menos capaz que él lograba oportunidades de las que él nunca gozaría. Por mucho que frotara, el olor a fracaso no le abandonaría nunca.
Desde 1975, había estado escribiendo un libro del que nadie quería hablar. No era lo suficientemente bueno, no tenía pedigrí. Es por ello que, cuando se encontraba conduciendo junto con su mujer hacia el almacén de muebles y sonó el teléfono, no dudó en aceptar la oferta de Chuck Pagano para volver como coordinador ofensivo de los Colts. Era su oportunidad de vengarse, de decirle a la liga que aún tenía cosas que contar y que les importaba un comino. Y lo consiguió. Después del delicado episodio de Pagano, se erigió como Coach of the Year después de enderezar el rumbo de los Colts y plantarlos en las eliminatorias.
Por fin lo había logrado, después de décadas de esfuerzo, en un gran FUCK YOU! a la liga, mostró su valía como entrenador y logró hablar de su puto libro. Sin embargo, ahí no acabó todo y, en un lunes negro atípico, recibió la llamada de Michael Bidwill. El presidente de los Arizona Cardinals, que por fin había asimilado lo que la afición proclamaba a gritos –que Ken Whisenhunt era un impostor–, quedó impresionado con la habilidad nuestro protagonista para utilizar la palabra fuck como verbo, adjetivo y sustantivo de una misma oración y le contrató inmediatamente.
La decisión fue polémica. Aún después de los últimos acontecimientos, parecía que nadie confiaba en él. Los aficionados del equipo, muy devotos de la hermandad del clavo ardiendo, vieron en Ray Horton el único aspecto positivo de la última temporada de The Whiz y exigían que le dieran el puesto. El coordinador defensivo también llegó a verse como favorito y, según cuentan las malas lenguas, tras ver que no solo no iba a ser el elegido sino que el próximo entrenador traería su propio personal, salió de Glendale dedicando unas hermosas palabras a la madre de Steve Keim. Esto no parecía empezar nada bien.
Nada más lejos de la realidad, se volvió a demostrar que los aficionados no somos más que eso, aficionados, y la contratación se descubrió como un gran movimiento deportivo y de relaciones públicas. De repente, Bruce Arians era el golden boy de la liga. Peter King le seguía durante toda la temporada. NFL Films le dedicaba un especial. NFL Network dedicaba segmentos a sus excentricidades. Y al margen de lo público, los Cardinals exhibieron una gran mejora durante sus dos primeras temporadas. Los jugadores abrazaron la filosofía coach’em hard, hug ‘em later e iban a la guerra por su entrenador. ¿El motivo? En palabras de Larry Fitzgerald: «It’s not that tough to buy in when you’re winning». Cuando ganas, todo vale. Sin embargo, cuando pierdes, se exhiben las miserias de un programa en el que el fracaso no tiene lugar. La temporada de 2016 sirvió para que una mente mal pensada dedujera que para Bruce Arians sí que hay algo por encima de esa máxima que es el equipo: el propio Bruce Arians.
Después de dos temporadas de relativo éxito en una franquicia que acumula más de un siglo de fracasos, nadie se planteó poner en tela de juicio el rendimiento del equipo. Consecuentemente, la malograda última temporada permanece un misterio para muchos. ¿Qué pudo salir mal? No importa. Lo importante es que, después de un par de problemas de salud que hicieron temer por su continuidad, se ha dejado entrever que Bruce entrenará una presuntamente última temporada a los Cardinals. La verdadera temporada del all or nothing. Y muchos han comprado este argumento y han vuelto a callar.
Carson Palmer tiene otro año en la recámara. Larry Fitzgerald matará por una última oportunidad de pelear por ese anillo que tanto merece. La plantilla permanecerá casi idéntica. Un bloque excepcional tendrá continuidad. James Bettcher ya habrá tenido otro año para personalizar su defensa. Tyrann Mathieu estará completamente recuperado. El pass rush seguirá mejorando. David Johnson será el motor del ataque. Steve Keim sabe armar un buen fondo de armario.
Todos estos argumentos, que se esgrimieron como un mantra después de aquel NFCCG contra los Carolina Panthers, vuelven a repetirse durante una postemporada que los de Glendale contemplan desde el burladero. Y detrás de tales argumentos se esconde una realidad que no se puede seguir negando: que Bruce Arians sigue buscando ese último gran corte de mangas a una liga que siempre le despreció. Que todavía sigue escribiendo el final de un maldito libro que un día espera restregar en la cara de todos aquellos que nunca creyeron en él. Y para lograr ese fin, los Cardinals tan solo son un medio en el que solo importa el presente. El año a año, hasta que la maquinaria aguante, para el todo o la nada.
Un coaching staff poblado con amigos de dudosa competencia, con jugadores veteranos que abrazan junto a Arians la oportunidad de un último final feliz, dejan a los Cardinals en una delicada posición. Al término de la próxima temporada, se gane o se pierda, el roster quedará diezmado y, muy probablemente, los puestos de entrenador vacantes. Bruce Arians ha instaurado en Arizona una cultura ganadora propia que se puede antojar efímera para el colectivo y que ha dejado a Steve Keim entre la espada y la pared.
En la pretemporada que se acerca, el gerente de los Cardinals tendrá que hacer frente a las exigencias de su amigo. Sabe que le pedirá más activos para librar su última gran batalla. Pero en su cabeza, Steve también sabrá que tiene que pensar en algo más que en el futuro inmediato. Por el equipo, por la afición, por su trabajo. Y no será fácil.
@cardinals_esp
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Este ha sido el primer artículo del que espero sea una larga serie de ellos. Después de esta columna de opinión, espero analizar más profundamente las circunstancias del equipo de cara a la próxima temporada. Gracias por la confianza y nos leemos por aquí.
Me ha gustado el artículo. El único «pero» es que creo que sí sabemos el por qué de esta horrible temporada, Palmer y Catanzaro han apestado.
Con ganas de leerte el próximo artículo.